Fue el otro día que me fui a
comer un melocotón. La piel era finísima, olía a gloria (o todo lo a gloria que
puede oler hoy día un melocotón comprado en una gran superficie y fuera de época)
y brillaba. Lo juro. Juro que brillaba. Lo lavé y ni siquiera cogí un cuchillo
para pelarle la piel, sino que le pegué un mordisco. A gloria no sabía pero
estaba bueno, fresquito y hacía calor. Otro mordisco y empecé a sonreir como un
niño delante de un puesto de helados. Fue al tercer mordisco cuando lo vi,
negro como el carbón en el borde, solidificado y más grisáceo en el centro. Era
como una madriguera de bichos tras el paso de la ceniza de un volcán. No llegué
a vomitar pero casi, para que mentir. Incluso inspeccioné con el ceño fruncido
si el resto del melocotón estaría igual de contaminado por si podía seguir
disfrutando de aquel momento. Intenté dar otro mordisco pero recordé lo podrido
y de pronto, sin avisar, la magia se había esfumado.
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